Me
cogen unas manos suaves, jóvenes, y me estremezco. ¿Quién me está tocando?
¿Dónde está ella?
Me
tranquilizo al sentir otras manos, con las familiares arrugas. Los dedos
temblorosos de mi amiga me acarician. Hemos estado unidas durante muchos años,
he aprendido a comprenderla a través de esos roces. Hoy está tranquila; llevaba
tiempo agitada. Me esfuerzo por que mis colores brillen un poco más para ella, que
la acompañen en su felicidad serena.
Empiezan
a atravesarme los hilos en ese último hueco, el central, el que durante todo
este tiempo ha reservado.
Recuerdo
la primera vez que me tomó entre sus dedos, aún rápidos y vitales. En los
primeros días, me confió muchas cosas, todas ellas de su niñez. Una familia numerosa.
Un bebé cogiendo el dedo de mi amiga. Ella rodeada de otros niños sonrientes
bajo un arco iris. Ella levantando con orgullo su primer trofeo de natación.
Después,
nuestros encuentros se espaciaron, pero continué siendo su confidente cada vez
que me necesitó. No lamenté nuestra amistad ni siquiera cuando notaba una
humedad repentina cayendo sobre mí, como si fuera lluvia pero con sabor a sal.
Su primer beso en un banco del parque. Los rostros ancianos que la dejaron para
nunca volver. Ella frente a una encrucijada de caminos, con los hombros caídos
y vestida de un triste color gris. Ella bajo la lluvia, con una foto desgarrada
entre las manos. Su primera medalla olímpica, elaborada con un hermoso hilo
plateado.
Más
tarde, ambas nos fuimos de viaje y bordó su casa, muy pequeña, al final de un
largo camino. Sus manos estaban tristes y entusiasmadas a un tiempo. Llegó una
niña preciosa, aunque tan distinta a mi amiga que siempre me pregunté de dónde
procedería. A partir de entonces, mucho de lo que compartimos se refería a esa
niña, y todo lo bordaba de colores tan vivos y alegres que me sentí
inmensamente feliz. Varias historias más tarde, esa niña se hizo adulta y la
figura pequeña al final de un camino era ella.
Mi
amiga tardó en volver a mí. Cuando lo hizo, sus manos temblaban, sus puntadas
eran imprecisas. Pero las imágenes seguían contándome historias. Su historia.
Dos bebés exactos a esa niña a la que yo había visto crecer. Lugares exóticos.
Parecía que durante nuestra separación, había vivido muchas experiencias que
deseaba contarme ansiosamente, a pesar de que ya no manejaba la aguja con la
misma rapidez.
Hoy
está bordando en el centro, en el último trozo. Pero no lo hace sola. Cuando
sus viejas y cansadas manos tiemblan demasiado, las otras, las jóvenes,
continúan durante un tiempo. Y así, esas cuatro manos crean un hermoso
conjunto, donde los rostros de todas las personas que habían sido bordados en
mí aparecen de nuevo, y les rodean una piscina, la medalla de plata, el hogar
de mi amiga, el arco iris, aquel banco.
Ya
estoy terminada, no queda ni un trozo de mí sin cubrir por el hilo. Los dedos
rugosos acarician con ternura cada una de las historias que me han contado,
hasta llegar a la última, momento en que vuelve a caerme esa lluvia salada.
Momentos
más tarde, percibo sus manos frías. Se ha marchado, pero nos ha dejado su vida
bordada en colores.
Mónica Prádanos