Mi
casa es oscura y húmeda. Desde que nací, vivo acostumbrado al fango y al ruido
de las escurridizas ratas que corren para salvar sus vidas. No están muy
sabrosas. Un día, una de ellas se escapó de mi garra. Tenía hambre; corrí tras
ella. El miedo parecía haberla hecho más rápida y me estaba resultando difícil
alcanzarla. Cuando estaba a punto de agarrar su cola, algo me cegó. Algo
intenso. No lo había visto nunca. Abrí los ojos poco a poco y, cuando se
acostumbraron a aquello, lo que vi me dejó impresionado. Mi casa dejaba paso a
un lugar muy diferente. El suelo era suave, formado de pelillos. Aquí y allá
había grandes rocas alargadas y terminadas en otras rocas redondeadas. Solo que
no podían ser rocas. No eran iguales. Las alargadas tenían un tacto rugoso y
las redondeadas se movían, como si tuvieran pelo de un color extraño.
Me
fijé también en el olor. No olía a rata muerta y a humedad y a moho. Olía…
bien. No sabía a qué olía. No sabía cómo se llamaban esos pelillos que pisaba,
ni esas extrañas cosas alargadas y redondeadas. Además, ya nada era negro y gris.
¿Qué era todo eso? Era bonito, me gustaba. Eché a andar, preguntándome si
habría alguien por allí que pudiera decirme el nombre de esas cosas.
Un
momento después, algo se movió cerca de mí. Me asusté y me puse a la defensiva.
Una especie de rata grande de color gris con patas largas, cola muy corta y
redonda y orejas hacia arriba avanzaba saltando. Quise observarla mejor pero, cuando
me acerqué, se alejó dando grandes saltos. Seguí mi camino, un poco confuso: no
había deseado comerme aquel ser, el hambre parecía haber desaparecido.
Más
adelante, escuché encima de mi cabeza un sonido agradable. Mucho más que el
rugido de mi madre cuando se enfadaba, desde luego. Miré hacia arriba. Algo
estaba suspendido en el aire, y se movía. ¿Cómo podía ser? Entonces, se paró
encima de una de esas extrañas cosas alargadas. Fui hacia él en silencio. No
quería que se marchara como el saltarín. Cuando llegué junto a él, en voz baja,
le dije:
—¡Hola!
¿Cómo te llamas? Yo me llamo Gréndel. Soy un ogro y vivo allí. —Señalé mi casa.
—¡Pío!
—me respondió él—. ¡Pío, pío!
—Pío,
muy bonito. Oye, y esto en lo que estás subido, ¿qué es?
—¡Pío,
pío! ¡Pío, pío!
—Sí,
sí. Te llamas Pío. Pero ¿qué es esto?
—¡Pío,
pío! —No había manera de hablar con Pío. Solo sabía decir su nombre. Me despedí
de él y seguí mi camino. Cuanto más veía, más me extrañaba que mi madre me
hubiera advertido que no saliera de casa. «Es peligroso y cruel», me decía. Pero allí nada parecía cruel ni
amenazador sino más bien amable y alegre.
Entonces
fue cuando vi aquel lugar. Había muchas piedras grandes juntas, terminadas en
punta. De ellas salían y entraban seres de poco pelo y cabeza grande. Tenían
brazos y piernas largos, aunque eran más bajos que yo. Me acerqué a uno
especialmente pequeño que, sentado en aquellos pelillos del suelo, se reía
jugando con un saltarín. Cuando le saludé, me miró y entonces gritó mientras
unas gotas de agua caían de sus ojos. No sabía qué le pasaba, pero parecía
triste, así que le cogí en brazos y le acuné, como hacía mi madre para que me
durmiera cuando era pequeño. Pronto llegaron más seres como él. Serían sus padres.
Gritaban también, y algunos cogieron unas cosas alargadas y me pegaron con
ellas. Pinchaban.
—¡Ay,
eso duele! —gruñí. No quería que hicieran daño a la criatura que tenía en
brazos, así que la levanté por encima de mi cabeza. Los pinchazos se hicieron más
fuertes. Aparté esas cosas y entonces bajé al pequeño. Se lo llevaron
rápidamente. Volvieron a pincharme y me fui corriendo. No me persiguieron.
Llegué
así a un charco enorme, más grande que mi casa. Allí fue donde aprendí que el
agua no era negra, sino de otro color que no conocía pero que me gustó. Me
agaché para beber y pegué un grito a la vez que saltaba hacia atrás. En el
fondo había un ser horrendo.
—¡Hola!
Soy Gréndel. No me hagas daño, por favor —le dije.
Volví
a asomarme con cautela. Seguía allí. Pero no me hizo nada malo. Es más, parecía
tan asustado como yo.
—¿Cómo
te llamas? —Él movió los labios también, aunque no le oí—. ¿Qué? Perdona, no te
he oído. —Otra vez movía los labios y yo sin escuchar nada. Levanté una mano
para explicarle con gestos que no le oía y él sacó una mano exacta a la mía.
Entonces
lo comprendí. Yo era ese ser
horrendo. Era normal que me tuvieran miedo los poco peludos de los pinchos. Volví
a mi casa, dispuesto a no salir nunca más para que nadie sintiera miedo al verme.
En
el camino de vuelta, me encontré a Pío. O quizá no era él.
—Me
hubiera gustado que fuéramos amigos —le comenté. Miré a mi alrededor—. Voy a
echar de menos todo esto.
—¡Pío!
Antes
de que la oscuridad de la cueva me engullera y el olor a humedad me tapara la
nariz, miré por última vez aquel mundo. Sonreí.
Mónica Prádanos