Levanté
la vista del periódico y me extrañó ver que no reconocía las calles. Dejé el
noticiero en el asiento del copiloto y miré el indicador de ruta. “Destino:
trabajo”. Me pregunté si habría alguna calle cortada y por eso nos habíamos
desviado. Pero eso no parecía en absoluto mi distrito. Todo eran naves, algunas
destartaladas incluso. Nada de edificios altos y lujosos ni tiendas de ropa
cara.
Presioné
“Opciones” y, a continuación, “Establecer nueva dirección”. Introduje la calle
del hospital y pulsé “Ir”.
El
coche continuó su camino. Golpeé el cuero al lado de la pantalla de control.
—¡Vamos,
maldito cacharro! —Pulsé la pantalla una y otra vez. El coche no corrigió la
ruta.
Agarré
el freno de emergencia y tiré. Bloqueado. El aire de la calle se coló por la
ventanilla abierta y me serené.
—Está
bien —suspiré—. Como quieras.
Me
recosté en el asiento. Estábamos en las afueras; a unos pocos metros empezaba
la autovía.
Llegamos
a una intersección y el coche aminoró la velocidad. Con rapidez, me di impulso
y salté por la ventanilla. Noté que de inmediato empezó a cerrarse, con una
lentitud que agradecí. Me rozó los zapatos pero logré salir. Rodé por el suelo,
me golpeé por todas partes.
Escuché
un sonido agudo. Un derrape. Miré atrás. El coche se había girado. Parecía
mirarme como una bestia enfurecida. Arrancó y yo eché a correr.
Mónica Prádanos